EDITORIAL


Quedándote, yéndote

Era el año 2001 a media mañana y la cola de seres humanos que transitaban por la vereda de baldosones negros y blancos era interminable, las caras denotaban tristeza, resignación, bronca, impotencia y decepción.
Un hombre en cuestión tenía mujer y tres hijos, esperaba detrás de una señora mayor con bastón que lloraba como tímidamente, solo una lágrima le caía debajo de la mejilla izquierda que rápidamente se secaba, tratando de que los otros allí presentes no se dieran cuenta de su desolación. 
Más atrás, una joven mujer cargaba en sus brazos una pequeña beba envuelta en una manta con dibujos de flores bordadas que alternaban colores blancos y celestes, como si fuera la bandera argentina. La pequeña niña dormía plácidamente, ingenua, soñaba con un mundo feliz, quizás el mundo que también se imaginó Aldous Huxley cuando escribió su maravilla. 
Un guardia de seguridad intentaba poner un poco de orden ante tanto mal humor e indignación, amigablemente se dirigía a las personas y las direccionaba con formidable amabilidad, se mostraba absolutamente comprensivo, sabía que en definitiva él era un ciudadano más que también había sido engañado y ultrajado por la corrupta y miserable administración de turno y muchas otras administraciones.
Nadie hablaba, muchos miraban hacia abajo como buscando una respuesta donde no la había, a veces se escuchaba algún grito desgarrador, anónimo, alejado de la cola humana, pero cercano al motivo de esa reunión de desconocidos.
La cola avanzaba muy lentamente, era tan lenta como la Manuelita de María Elena Walsh cruzando el mar para encontrarse con su tortugo amado. Al igual que la canción, parecen ser viajes tan largos y dolorosos que envejecen, arrugan y nos hacen sentir algo miserables.
Hacia el mediodía, una lluvia tenue comenzó a caer desde un cielo gris que también lloraba, quizás lo hacía acongojado por ese presente, deseaba compartir con los integrantes de esa interminable cola sus angustias, sus miedos y la incertidumbre de vivir en un país nuevamente herido por el maltrato y la mala praxis de sus dirigentes.
Ya en 1978 un tal Luis Alberto (el Flaco) Spinetta escribía y cantaba esta poesía: 

La lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
Y deberás crear
si quieres ver a tu tierra en paz
Y deberás amar,
amar, amar hasta morir
De ti saldrá la luz
tan solo así serás feliz
Y deberás crecer
sabiendo reír y llorar

Ese hombre en cuestión era muy joven, trataba de entender una realidad inentendible para él, porque su vida poco tenía que ver con las finanzas o la política, pero también soñaba como cualquier joven, creía, o de alguna manera quería creer, que todo eso pasaría, deseaba ver definitivamente su tierra en paz. Sus antepasados, como tantos otros descendientes de inmigrantes europeos que escaparon de la guerra, encontraron en esta tierra la fertilidad y la paz anhelada para poder desarrollarse. Sus padres formaron una gran familia y vivieron de sus trabajos con crecimiento y mucha dignidad. 
El hombre en cuestión sabía que solo de él dependía, de su luz, de su amor, de seguir creciendo, aprendiendo a llorar y reír por igual. Tenía argumentos para hacerlo, sus tres pequeños hijos, su incondicional amor y compañera, madre de sus hijos y su querido y maltratado país.
Todos sus ahorros habían quedado ahí, en el banco, no eran muchos, pero eran todos. Alguien con poder había decidido que ya no eran de él y su familia; alguien con poder, como siempre, no le había advertido ni preguntado si quería voluntariamente ayudar a su querido país en bancarrota prestando esos ahorros de toda su vida para levantarlo. Conociéndolo, si le hubieran consultado, seguramente los habría donado.
El hombre en cuestión sobrevivió, no sólo a esa interminable cola sino también al macabro robo de sus ahorros. Pudo ver crecer a sus tres pequeños hijos y con su amada compañera trajo al mundo otros dos hijos más. Trabajó, estudió, lloró y rio por igual, pero se quedó en esta riquísima tierra desbastada por el egoísmo y la avaricia del poder, sabiendo que ese debía ser su destino. 
Tendió lazos, ayudó y fue ayudado, siempre creyó que no había mejor país para vivir que el suyo. Conoció el mundo entero, pero siempre volvió porque nada lo encandilaba más que sus afectos, los amaneceres en la ruta, el café de la esquina con los colegas o las mañanas del domingo con su mujer y el desayuno en la cama.  
Sabía de la tristeza que producía el desarraigo, disfrutaba de lo conocido, de las costumbres, de los ritos. Lo cotidiano para él era una gracia y no una desgracia, el encuentro con el otro lo fortalecía y tenía la convicción de que la vida no era más que eso, sabía en definitiva que nadie nunca podría encerrarlo una vez más en otro injusto y triste corralito.
Pasaron ya veintidós años desde aquella temporada de furia y el hombre en cuestión mira con resignación cómo se va formando una nueva cola, pero esta vez él no está ahí, la nueva reunión es de jóvenes desorientados y confusos que esperan encontrar en el desarraigo un futuro mejor. Qué paradoja, ¿no? 
Esa nueva cola ya no es frente a un frío e insensible banco, no hay baldosas negras y blancas en el piso, no hay llanto, pero tampoco desborda la alegría, hay algo de miedo mezclado con esperanza. Todos esos jóvenes esperan abordar un avión para abandonar sus hogares, quizás para siempre o quizás por un rato hasta que las cosas mejoren, dicen ellos.
No importa si siendo ingeniero hay que lavar baños en un hotel repleto de anónimos e insensibles turistas, no importan las largas y agobiantes jornadas cosechando kiwis bajo el sol siendo un abogado, solo importa escapar, sin pensar lo que se deja atrás o que será de los que quedan.
El hombre en cuestión también lo sufre, primero con uno y después con dos de sus adorados hijos. Ninguno de ellos tenía edad suficiente para recordar la catástrofe del 2001, jamás se imaginaron a su padre deambular tres horas bajo la lluvia esperando frente a un frío banco tres miserables billetes que debían alcanzar para la comida de toda una semana. 
El hombre en cuestión mira desesperado esa fila de jóvenes, pero no ve ahí resignación ni bronca ni tristeza, sólo ve escapar sus propios sueños, sólo experimenta una sensación de fracaso por no poder haber transmitido su amor por la patria, por sus raíces, por su trabajo digno. 
Este hombre sabe que él sí pudo sobrevivir al naufragio, que nunca se entregó a la posibilidad de una despedida, que todo lo que lo hacía feliz estaba donde él vivía sin importar el robo ni la estafa. Él, sin dudar, está convencido de que no se equivocó, a pesar de todo, se desarrolló y hoy es mejor, nada lo conmueve tanto como su propia tierra, nada lo hace suspirar tan profundamente. 
Cuando un hijo se va algo se parte, cuántas contradicciones, cuánto voltaje emocional. Pero qué hicimos mal, qué no supimos resolver, por qué siempre el énfasis esta puesto en lo mal que estamos. Será que no supimos transmitir el orgullo por nuestros orígenes y sólo escucharon nuestras quejas por el desorden, la burocracia y los altibajos económicos.
Para que algo bueno suceda es necesario actuar y seguramente la acción tenga un costo, un compromiso, una transformación. 
Ese hombre en cuestión hoy escribe estas líneas, el “Flaco” ya no está presente, queda su profunda poesía, sólo algunos pueden comprenderla en su esencia más pura, ojalá los jóvenes argentinos pudieran hacerlo y encontraran inspiración donde no la encuentran.   
La poesía cantada del “Flaco” tiene por título ¨Quedándote Yéndote¨, actos contrarios, contradictorios... y la canción finalmente dice:

Este agua lleva en sí
la fuerza del fuego
la voz que responde por ti,
por mí…
y esto será siempre así
quedándote o yéndote.

Fernando E. Barclay
Editor en jefe