EDITORIAL


Juzgar al otro sin querer ser juzgados

La historia de la vida da vuelta cada día una página nueva, no es una novela, tampoco es un aburrido y rígido ensayo largamente meditado. Siempre nos puede sorprender si estamos abiertos y dispuestos a sorprendernos. Cuando creemos que sabemos todo, nos damos cuenta de que vivimos como flotando en un inmenso océano, habitado por miles de criaturas desconocidas que creíamos conocer. Claro que estas criaturas tienen caras con miradas más o menos profundas que es necesario mirar, y que también emiten sonidos que podemos o no convertir en música para poder escuchar.   
La historia de nuestra vida comienza con un padre y una madre, ellos nos concedieron la información necesaria para que emprendamos el camino. El padre, después, ordena, pone límites, ilumina como un faro, pero también propone zonas de sombra donde reflexionar. La madre no duda y siempre siente, valientemente expresa lo que es necesario expresar y sola guarda celosamente, sin mostrar a sus hijos, el sufrimiento del existir. Ella nos habitó amorosamente desde el inicio y lo seguirá haciendo a lo largo de toda su vida, porque está en su esencia de madre hacerlo.
A los hijos nos toca juzgar sin querer ser juzgados. Somos implacables, actuamos como fiscales de quienes nos precedieron, acusando. Al mismo tiempo, dictamos nuestra propia absolución sin esperar la conformación de un jurado que pueda imparcialmente impartir justicia.
Pero claro, por lo general, un tiempo después nos convertimos también en padres, o en madres. La vida nos da esa posibilidad, la existencia nos premia y nos invita una vez más a poder mirarnos y escucharnos profundamente para dejar de juzgar. Nos enseña que el otro no es siempre el culpable y que sólo los vínculos que no sean sometidos permanentemente a un divino juicio perdurarán sanos a lo largo del tiempo, hasta el final.
A veces me pregunto qué habría sido de mi padre sin un hijo, trato de imaginar su vida sin esa posibilidad y no puedo.
Los hijos vienen para desmembrarnos. Sí, parece una palabra desmedida, pero definitivamente creo que como hijos nos sentimos con el derecho de tirar de las cuerdas como los caballos, arrancando los miembros del revolucionario Tupac Amaru en tiempos de independencia latinoamericana.
Por muchos años tiré de esas cuerdas, fui primero su juez y luego también su verdugo. Pero un día, gracias a mi propia paternidad, me di cuenta de que enjuiciar siempre sus actos sólo me permitía en mi imaginación alcanzarlo por un rato.
El aprendizaje de ser padre consiste en permitir que nuestros hijos nos alcancen. No hay vínculo posible sin aceptar que ningún cuerpo es suficientemente fuerte para evitar el descuartizamiento de esos fuertes animales traccionando en forma opuesta. No hay necesidad de desmembrar si entendemos que nuestros miembros deben servir para disfrutar del caminar juntos y encontrarnos en un abrazo.
Siento que hay en la actualidad un cierto apuro por llegar a la meta. Nuestros padres y nuestros abuelos vivieron más despacio. El tiempo no volaba, los minutos y segundos transcurrían en su tiempo justo. El mundo era más pequeño, las noticias de los nuevos acontecimientos viajaban mucho más lento, no había desarraigo porque no había un lugar mejor donde ir que en el que estaban. Habitualmente pensé que ese tiempo lento era mejor, y que quizás mi nacimiento se adelantó a la historia, convirtiendo a mi padre y a mi madre en responsables de semejante error.
Jugando con mis hijos al juego de “qué poder quisiéramos tener” siempre mi deseo de poder fue el de volver al pasado. Me imaginé muchas veces cruzando la Cordillera de los Andes junto al General San Martín, compartiendo sus sueños de independencia bajo cielos con tantas estrellas que no parecían tener un fondo.
Soñé atravesar el estrecho de Magallanes en el Beagle de Fitz Roy. Quizás poder volver y evitar el instante en que el filoso cuchillo blandido por sus propias manos desgarra el cuello, sin razón, y termina con el suplicio de vivir que aquel aventurero indomable percibía.
Hubiera sido un gran compañero de aventuras del inigualable Perito, cada vez que divisamos desde la ruta el lago Nahuel Huapi, al llegar a nuestra querida Bariloche, intento mirar lo que el Perito Moreno miró, transportándome a la salvaje abundancia de lo virgen ya lamentablemente arrasado por el imparable avance de la modernidad.
Me imagino en la Colina del León, en Waterloo, el 18 de junio de 1815, alertando al general Napoleón de la pronta llegada del ejército alemán en ayuda de los ya cansados ejércitos inglés y holandés, porque a pesar de la intensa lluvia derramada en ese día no detuvo su andar sediento de victoria. No despliegues tan ancho tu ejército, le hubiera advertido, porque la fortaleza y la posibilidad de victoria en una batalla está dada por la unidad y la comunión ofrecida por sus soldados, y no por la debilidad del aislamiento y la individualidad.
El poder de volver al pasado me lo dieron los libros, cada texto de historia leído fue una aventura vivida. Balmaceda, Felipe Piña y otros me permitieron y permiten cumplir siempre con ese, mi deseo.
Cuál fue la verdadera vida de los que nos precedieron, cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía en la interpretación de sus historias. Nuestra imaginación es infinita, pero la realidad es la que nos conmueve. Somos hijos, somos padres, y debemos saber qué hacer con eso, no podemos permitirnos siempre juzgar sin dejar que también seamos juzgados. No hay tantos enemigos que crear para poder ser. No son tantos los océanos para flotar, ni las batallas para pelear, para justificar nuestras propias vidas.
Las futuras generaciones deben comprender, y creo que ya lo hacen, que para habitar un mejor hogar necesitamos de los vínculos como cimientos para edificarlo y que así construido, la historia sólo será una interesante aventura para leer y no una pesada carga para llevar.
 

Dr. Fernando Barclay
Editor en jefe