EDITORIAL


Protocolos y cacerolas

Mi padre, además de médico y de investigador, fue un gran cocinero. Para él, la cocina era un espacio en el que hijos, nietos y amigos podían jugar, creando y compartiendo deliciosos platos. Su lema, al servir una buena mesa, era que el comensal se sintiera a gusto y disfrutara con todos los sentidos posibles de ese encuentro.
Su trabajo como investigador le permitió recorrer el mundo entero y así pudo explorar y experimentar el placer de sentarse por un rato en lugares como el Café de la Paix, en París, y saborear un delicioso steak tartar observando, al mismo tiempo, a los parisinos recorrer sus elegantes calles. Visitar en forma frecuente al prestigioso chef Paul Bocuse, en su restaurante L'Auberge, en las afueras de Lyon, era para él un rito obligatorio, siempre interesado por el desarrollo de la nueva cocina francesa. Allí solía saborear casi en trance sus increíbles trufas recién recogidas del bosque o su magnífico ratatouille, estofado de verduras típico de la región de Provenza.
Muchas veces lo imaginé caminando por las calles empedradas de Gruyères, en Suiza, quizás buscando la mejor cacerola de queso fundido, regado con un dorado vino blanco, servido sin apuro. Yo, de chico, intuía que todos esos escenarios creados en sus relatos fantásticos representaban un oasis para distraerse de las frías y rigurosas carpetas repletas de protocolos de investigación que siempre llevaba entre sus manos.
Esa noche, ya había avisado mi padre que nos deleitaría con su fondue de queso. Según él, Suiza era su segundo hogar y todo lo que provenía de ese pequeño país de nevadas montañas y lagos cristalinos era perfecto. La fondue nace de las costumbres de los pastores de las montañas de calentar trozos de queso viejo para entonar sus cuerpos ante las inclemencias del clima. Esta receta fue transmitida, en mi familia, de generación en generación hasta nuestros días. Quesos gruyer, emmental y fontina italiano en sus justas proporciones; él los rallaba, no los cortaba. Un vaso de vino blanco seco y medio vaso de licor de kirsch mezclado con una cucharada de maicena para unir: todo dentro de una cacerola de barro bien frotada con ajo. Disfrutaba viendo cómo el queso, todavía sólido, y el suero que de él se desprendía danzaban juntos, pero separados, bajo la dirección precisa de la cuchara de madera que mi padre tomaba entre sus manos y con la que dibujaba ochos, siempre ochos. La consistencia del producto final que lograba Carlos era la exacta para que, al comerlo, el queso derretido y humeante se envolviera en el trozo de pan y lo cubriera por completo sin permitir que una sola gota cayera sobre el plato.
Esperaba esas comidas familiares como esperaba también en mi niñez la apertura de sus valijas a la vuelta de sus viajes por Europa para recibir mis esperados regalos: Colman´s Mustard, chocolates Lindt suizos y arenques a la crema Abba.
Mi padre cocinaba como vivía y trabajaba: era obsesivo, metódico e incorruptible. La materia prima siempre debía ser la mejor para asegurar un buen resultado. No hay posibilidad de alquimia sin un buen alquimista, sostenía.
Recopilando sus viejas recetas de cocina olvidadas y acumuladas en una caja perdida en la baulera de su vieja casa, recuperé parte de su vida y de mi vida. Con increíble prolijidad las escribía en forma manuscrita, con lápiz negro, y muchas de ellas tenían al final su firma y la firma del propio autor de la receta, porque cuando nadie lo veía tenía la habilidad de escabullirse en las cocinas de los restaurantes que frecuentaba creando rápidamente un vínculo indisoluble con esos famosos cocineros. Luego, de regreso, experimentaba y reproducía en sus ollas lo aprendido, utilizando casi siempre una metodología digna de un investigador.
Yo sentía íntimamente que su imagen de médico serio e inmaculado se humanizaba drásticamente cuando cambiaba el traje y la corbata por el delantal y las cacerolas.
Como anfitrión de sus colegas médicos e investigadores del mundo era inigualable. A pesar de no recibir yo nunca una invitación, de muy chico saboreaba a la distancia en mi imaginación: carnes asadas a punto, vegetales crocantes, no muy cocidos, arenque marinado en crema de cebolla, panes saborizados tibios y sopas bien calientes. En los días de calor, gazpacho fresco de entrada y siempre de postre las infaltables masas vienesas con café bien negro, para poder continuar hasta tarde la tertulia. Sonidos en francés, portugués e inglés se mezclaban con el aroma de tabaco de pipa y de flores que mi madre repartía sobre toda la mesa.
Doctores, investigadores, empresarios, amigos y otros personajes se reunían en nuestra casa para ser agasajados y agasajar a la vez. Quizás la comida era una excusa para compartir un encuentro y para volar un poco más alto antes de aterrizar en las preocupaciones del trajín cotidiano. Recuerdo intensamente, aún hoy, a todos esos personajes que desfilaron por nuestra casa, sus valijas siempre estaban cargadas de grandes y pequeñas historias del mundo que compartían con gran generosidad. Mi padre tenía el don de hacerlos sentir rápidamente a gusto impregnando el ambiente de perfumes y sabores definitivamente irresistibles. Muchas de esas personas que ya hoy no están, seguramente han contribuido a hacer mejor este mundo que sus hijos y nietos habitan. En esos encuentros, además de disfrutar, discutían acerca de las posibles campañas para erradicar la enfermedad de Chagas en el norte argentino, filosofaban con pasión sobre la ética en la investigación y el desarrollo de la industria farmacéutica. Los escuché innumerables veces discutir sobre la misión del médico en el mundo de salvaguardar la salud de las personas sobre todas las cosas, invocando la Declaración de Ginebra. Hablaban de la investigación y las poblaciones vulnerables, del consentimiento informado obligatorio y de la necesidad de crear un comité de ética como organismo indispensable para proteger los derechos, la seguridad y el bienestar de todos los pacientes involucrados en un ensayo clínico. Hablaban mucho, pero también sabían escuchar. Ellos sostenían que la educación médica no podía ni debía ser global, porque las realidades sociales, económicas y culturales de cada país son diferentes y se debían respetar. Intercambiaban conocimientos por vocación y sin egoísmo.
Revolviendo las recetas de cocina en esa caja de cartón olvidada, también encontré cientos de sobres con cartas manuscritas en inglés, francés, portugués, alemán… todas comenzaban con: “Dear and appreciated Dr. Carlos Barclay, always waiting for a new plate of food in your home trying to change de world”.

Fernando Barclay
Editor en jefe