EDITORIAL
La vida y el encanto del camino de bajada
Hay un momento de la vida de las personas en el que la reflexión como hábito cotidiano supera a la acción y así debe ser, porque nuestro cuerpo nos obliga a una mejor y más eficiente administración de la energía, porque el paso del tiempo nos regaló mayor sabiduría, o porque, simplemente, la cotidianeidad adquiere una calidad diferente, ya sin urgencias ni compromisos ineludibles.
La reflexión nos permite un espacio de tiempo para valorar las alternativas del mejor viaje posible, a diferencia de la acción, que solo nos pone en movimiento para poder llegar al destino. Una mezcla de acción y reflexión quizás sería una buena combinación para este periodo de la vida desde el que les hablo.
Yo, y como tantos otros de nuestra misma edad, ya somos esos quienes admirábamos en nuestra juventud, ya somos aquellos a quienes nos queríamos parecer, ya nos parecemos a nuestros padres y abuelos, ya nos preguntan más de lo que preguntamos. Sabemos cuáles son nuestros talentos, entendemos que lo extraordinario ya pasó y nos gusta ayudar como alguna vez fuimos ayudados.
En nuestra juventud creemos que nos merecemos cosas sin haber hecho lo suficiente para merecerlas. Llegamos a lugares imaginarios y pretendemos que quienes nos acompañen se imaginen los mismos lugares que nosotros, sin considerar que los sueños pueden ser otros. Fracasamos y negamos el fracaso disfrazándolo de error de cálculo, poca fortuna, o por asociarnos con las personas inadecuadas. Nos decepcionamos muy fácilmente, olvidando que la lucha vale la pena y que sin decepción no hay renacimiento posible.
Platón (República, 412c) decía que los más viejos deben mandar y los más jóvenes obedecer. Pero los tiempos y la humanidad, felizmente, han cambiado para siempre y, si bien en la primera mitad de la vida caminamos o corremos en un camino de subida fascinante, lleno de estímulos y expectativas sin límite, inmersos en un paisaje desbordante y personas por conocer; la segunda mitad, que parecería ser completamente en bajada, créanme, también tiene su encanto.
En el camino de bajada podemos transformarnos en espejos donde otros se miren y aparece la liturgia colectiva del maestro y el concepto de la persona-leyenda. En la imaginación colectiva siempre hace falta una leyenda, alguien que sostenga, un poste fuerte donde recostarse y descansar, una columna que además nos ilumine y nos permita continuar a pesar de la propia penumbra. Leyenda es aquel que con sus actos transforma, es la persona que aparece siempre en el pensamiento de los demás, es aquel que se convierte en un destino posible para el otro.
Las buenas historias son abuelos, madres, maestros, colegas, amigos y lugares de pertenencia. El pasado nos deja descansar en el presente y nos proyecta, de alguna manera sabiendo que no somos solo espectadores, sino que estamos dentro y lo escribimos.
En el camino de bajada también nos ocupa la idea de dejar un legado, entendiéndolo como aquellos elementos materiales o simbólicos que una persona transmite a sus sucesores. La vida me enseñó que hay dos formas de dejar legado: una buena, que es ser ejemplo sin saberlo, y una mala, que es esperar que el otro, el que me mira y me oye, sea como yo.
Hay un conocido refrán africano que dice: “Cuando muere un anciano es como si se quemara una biblioteca completa”. Dejar un legado es tan simple como regalar nuestra historia de vida a las generaciones futuras.
Cuando recorremos el camino de la vida lo hacemos más livianos, si damos mucho, escuchamos siempre, aceptamos los errores cometidos y compartimos los logros obtenidos. La razón de la existencia nadie la sabe, creemos entender a medida que nos hacemos mayores porque fuimos lo que fuimos, pero en ese recorrido improvisamos, damos vuelta en U, nos estrellamos y lo volvemos a intentar.
Compartir nuestras propias riquezas y pobrezas con los demás tiene un valor incalculable, desmenuzar la vida la hace mucho más atractiva que pensar que siempre está todo bien. Intentarlo y fracasar es mejor que rendirse antes de hacerlo y finalmente nunca abandonar la humildad porque, aunque el talento sea desbordante, este don jamás será suficiente para iniciar el descenso luego de alcanzar una cima esforzada.
Gracias a la AAA y a sus presidentes, Horacio Rivarola y Juan Pablo Previgliano, así como también a cada una de las personas que me ayudaron y me acompañaron en el recorrido de ambos caminos. La reflexión y la acción se funden y se alternan para que, verdaderamente, la vida de las personas valga la pena.
Dr. Fernando E. Barclay
Editor en Jefe de la revista Artroscopía